viernes, 6 de febrero de 2009

Laberinto.

Era el hilo, que se enredaba al borde la piel. Ascendía a cada curva y bajaba a cada ladera. Abriéndose paso. Se enredaba poco a poco atravesando la epidermis. El hilo dejaba de ser tela y, de alguna forma pasaba a ser parte de sí. El dos es uno. El uno no son dos. No le importaba. Pero había momentos, cada vez más momentos, en los que sentía el hilo como algo ajeno. Lo notaba en el brazo, sobre el estómago, en la cabeza, y otras muchas sobre el corazón.

Constantemente. Era esa constancia lo que abrumaba. Cada vez se enredaba más. Apretaba suavito, esa leve presión. Quizás fuese sólo una gran maraña que depositabas para que al marchar, fuese yo tu Teseo y tú mi Ariadna.

1 comentario:

  1. Anónimo2/07/2009

    Siempre los cornudos (y apaleados)... son los grandes olvidados de la historia.

    ¡¡ Pobre minotauro !!

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